Gabriel García Márquez, Jorge Edwards, Mario Vargas Llosa, José Donoso y el Ricardo Muñoz Suay (Barcelona, 1974).

“Estás enamorado hasta el alma. Cuando yo me enamoré por primera vez, era de tu edad más o menos, pero me dio más suave. El amor es lo peor que hay. Uno anda hecho un idiota y ya no se preocupa de sí mismo. Las cosas cambian de significado y uno es capaz de hacer las peores locuras y de fregarse para siempre en un minuto”.

La ciudad y los perros, Mario Vargas Llosa

Leí la Ciudad y los Perros en 1981, en esa adolescencia en la que andaba devorando cuanta expresión de la literatura latinoamericana se pasaba por el aire que respiraba. Obras maestras como Rayuela, de Julio Cortázar, El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, El astillero, de Juan Carlos Onetti, Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, que se publicaran por la misma época a principios de los años 60 y como no mencionar en esta exposición de piezas grandiosas a Cien años de soledad, del Gabo de mi corazón, que llegaría unos años después de aquellas, para completar ese renacimiento de la literatura latinoamericana de la que tanto nos enorgullecemos.

Me tomó treinta y siete años comprobar que ese aire húmedo que respiré entonces al leer las primeras letras de La ciudad y los perros era realmente la humedad del colegio militar Leoncio Prado, la humedad del Callao, que en ese año, junto con el centro histórico y Chorrillos formaban el área urbana de la ciudad de Lima, antes de que los nuevos migrantes confinados entonces a los barrios marginales en el centro de la ciudad, lideraran la expansión a través de invasiones de tierras a gran escala y formaran finalmente la metrópoli seca que es hoy la ciudad y que dio albergue a una nueva etapa en la historia de mi vida.

Por razones obvias mi corazón pertenecía a Remedios la Bella, a los Buendía, incluyendo los diecisiete hijos muertos del coronel Aureliano y a Mauricio Babilonia y sus mariposas amarillas, pero el Jaguar, Cava, Boa, Rulos, Teresa, Arana y, por supuesto, El Poeta, mi favorito y en quien me vi reflejado entonces, entraron a formar parte de mi familia imaginaria, una que existía más allá de los confines de la imaginación, donde esta se rehacía continuamente como imaginación pura, donde estaba orgullosa y temblando, libre y esclava, brillante y oscura.

Como para los personajes principales de la historia, Teresa se convirtió en un ícono romántico para mí, un amor platónico. A pesar de su sencillez y de su pobreza siempre la veía tan elegante, tan pulcra, mucho más que a cualquier otra. Me sirvió de fuente de inspiración en ese entonces, con mi primer amor y hoy, con mi último y definitivo amor. Volviéndola a ver hoy casi cuatro décadas después, Teresa sin duda representa esa paz que siempre he querido tener en mi vida pero sobre todo ese refugio pletórico de cariño y amor que finalmente encontré en el gran amor de mi vida y que hoy me acompaña en mi travesía por la Lima cosmopolita de este nuevo siglo.

Hay un trasfondo político y social profundo en esta primera novela de Vargas Llosa, uno que quizás los mismos peruanos tardaron en ver, al menos con la verosimilitud necesaria como para entender que era necesario un cambio; pero yo me quedo con el diáfano amor de Teresa, para siempre y con los poemas y novelitas que nunca leí de Alberto, el Poeta.

Era inevitable, ir de la Sincelejo de 1981, su calor de entonces, el ardor de mi primer amor, que no haya sido el último no quiere decir que no haya sido para siempre, a la Lima de 2018, su calor de ahora, a las puertas de un nuevo año, con la pasión de mi último amor, que no haya sido el primero no quiere decir que no haya sido el más grande de todos.

Callao, Lima, diciembre 29 de 2018. (2380 kilómetros al sur de Sincelejo, 37 años después).